Tres cachos de ectoplasma

28.08.2022

Por Joaquín Montico Dipaúl*

 

Ya sos almacenero, nene, dijo Coca acercándose a los ojos el cuaderno de fiados. Me gustaba más cuando era cliente.

  Todos vivíamos acá, el lugar al que todos volvíamos sin ganas de habernos ido. Ahora manda ella, no Coca, sino su voz, que me cruza la cabeza en diagonal, rebotando, y se propaga como el ruido de la explosión. ¿Qué explosión? Dice Julio en voz alta. Sus dedos negros, engrasados rodean el vaso de vino. ¿Del gasolero?, pregunta. No, respondo con la cabeza. Pero pienso en la explosión que sigue bramando pero sin ruido. Al revés: un eco silencioso. Que parece de ayer.

  Giro alrededor del ventilador, lento, por el almacén. En uno de esos bucles que hago limpiando o haciendo que, me miro con Froilán, y termino afuera. La rabia del sol tajea la tierra atravesando la palmera de la entrada del almacén. Como si cavara una trinchera que resiste el silencio que vino después de la explosión. Ahora no, no quiero ser el almacenero. Si yo era del Elevador.

  Ingreso y veo a Froilán del otro lado del mostrador, el vidrio sucio le hace sombra. Que salga de ahí. No ves Froilán que estás a oscuras, le diría si pudiera. O lo que nos salvaba era el sonido del viento. Froilán, acodado toma caña y cada vez que apoya el vaso en la barra de aluminio es un disparo. Me mira pero no me ve. Qué pasa Froilán, le digo sin hablar. Parece entregado. En cambio Julio habla solo, emite sonidos, mientras gesticula dibujando el aire con sus dedos negros de grasa.

  Cuando pienso no puedo estar en silencio, en silencio con el cuerpo, me muevo y hago ruido para pensar. Las maderas del piso crujen mientras camino. Coca quieta. El cuaderno resiste. Se hojea solo. Hace mover los dedos de Coca. Coca decí algo. A quién se ocurre. Qué cosa, me responde Julio. Me quiero ir.

  Qué fue ese ruido, pensamos todos en el pueblo cuando fue la explosión. Menos mal que no me tocó en mi turno. Qué tragedia para los otros la de ayer. Antes nos contábamos la vida para adelante. Cartas y vino. La charla: la salvación; le ganábamos al silencio. Pero empezó a avanzar. O ya había ganado. Pero todos conversábamos mucho porque no era una ansiedad o un cansancio como es ahora. Conversábamos y lo tapábamos. Conversar era natural. Julio: el motor de historias. Y en sus historias: el motor. Y todos conversábamos y se hacía más grande el sonido, como una bola de gelatina invisible que protegía al pueblo. Ya no me acuerdo, el silencio borra la memoria. Había una que contaban siempre, la historia del ruso loco sin manos que la mujer le copiaba a máquina los dictados. De tanto dactilar, la mujer se pensaba que eran de ella los escritos. Y se puteaban. Y tenía razón, porque las palabras cuando salen de la boca ya no le pertenecen a nadie.

Pintura de John Brosio editada por Alfredo A. Díaz
Pintura de John Brosio editada por Alfredo A. Díaz

  Cada uno la contaba a su manera. Algunos tardaban días en terminarla. Contar historias era como respirar. Respirábamos historias. Eran de todos. Éramos más. Todos teníamos un motor gasolero que arreglar. Aunque el único motor gasolero era de Julio.

  Que ahora resiste la charla. Conversa, solo. Con él mismo. Somos un público imaginario. El ventilador debería girar más rápido y hacer más ruido. Siempre, el ventilador, bravo, tiró el techo. Tímido el ventilador quedó. Pero está de este lado. Sopla poco, pero resiste. El viento mueve las hojas que suenan. Crujen las ramas. Cruje el almacén. Cruje. Nadie se da cuenta. ¿Nadie se da cuenta? Avanza el silencio. Prendo la radio. No anda. Vuelvo, barro y barro con más fuerza, aunque no quiero ser el almacenero, pero la explosión. Barro por la voz de Coca. Que no es de ella, es mía: de mi cabeza. Nene, qué dice acá. Qué alivio. Coca resiste del otro lado. No de este. El cuaderno. Alguien debe. Qué tragedia. No es para tanto, me dice Coca. Qué alivio, pienso. Volvió a hablar Coca, pero no en mi cabeza. No quiero ser el almacenero.

  Todo cruje. Sigue crujiendo. La rabia del sol hace su trabajo. Rechaza, por ahora, la tristeza del silencio. El cuaderno, Julio. Froilán está quieto. La cara del fondo del vaso es, ahora, la vida de Froilán. Sigue disparando cuando lo apoya en la barra, ahora con menos fuerza, menor calibre. Quieto en la sombra, Froilán.

  Vení de este lado del mostrador, Froilán. Pero no me sale. No puedo. El cuaderno está a punto de rendirse. Deja de moverle los dedos a Coca. Se cierra la garganta. Julio mueve las manos y los labios, pero no dice. El sol dejó de rabiar. El ventilador sigue dando vueltas, tibio, como si no estuviera: ya no me guía. Los pasos que doy sobre el piso no crujen. De a poco suenan como goma y después algodón. No suenan más. Julio sigue gesticulando. El cuaderno, el último en sonar. Julio sigue hablando. No repara en que perdió. Perdimos. Ya habíamos perdido. Antes. El silencio avanza. Nos atraviesa. Pierdo el equilibrio. Julio gesticula en el piso. Froilán en la sombra, su vaso no disparó.

  Esta voz, que es de otro, como prestada, debe ser el último regalo del silencio.


*Ingeniero White, 1991. Cursa la Maestría en Escritura Creativa dirigida por María Negroni. Realizó un taller con Fernanda García Lao. Escribió en distintos medios sobre Miguel Briante, Ricardo Piglia, Héctor Libertella, César Aira, Witold Gombrowicz, Mario Ortiz, Sylvia Molloy, María Moreno y Néstor Sánchez. Es editor en la revista Giros.


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